NUESTRO SUMO SACERDOTE

En el Antiguo Testamento se habla que una vez al año el sumo sacerdote entraba al Lugar Santísimo para hacer expiación, que significa “reconciliación.” Este acto se refiere a limpiar todos los pecados del pueblo para poder ser reconciliados y tener comunión nuevamente con el Padre celestial.

El sacerdote entraba al Lugar Santísimo con incienso, con un monto de carbones encendidos provenientes del altar, y un contenedor con sangre de un buey crucificado. Dentro del Lugar Santísimo había un arca que contaba con un propiciatorio en su parte superior, sitio donde Dios “habitaba” - era Su misma presencia.

Después de purificarse a sí mismo en una elaborada ceremonia, el sacerdote entraba al Lugar Santísimo con gran reverencia y temor. Este arrojaba el incienso en el fuego causando un aroma y humo que ascendían. Lo anterior representaba las oraciones de Cristo intercediendo por Su pueblo. Posteriormente, el sacerdote sumergía su dedo en la sangre y la rociaba siete veces sobre el propiciatorio.

“Tomará luego de la sangre del becerro y la rociará con su dedo en el lado oriental del propiciatorio, y delante del propiciatorio esparcirá con su dedo siete veces de aquella sangre.” (Levítico 16:14).

Cuando la sangre era rociada en el propiciatorio,e l perdón de todos los pecados era culminado y todos los pecados pasados eran cubiertos. Cuando el sumo sacerdote salía del Lugar Santísimo, el pueblo sabía que Dios había aceptado el sacrificio y que sus pecados habían sido perdonados. ¡Israel nunca dudó!

Amado, nosotros también tenemos por la eternidad a un Sumo Sacerdote - Jesús, nuestro Señor, nuestro Sumo Sacerdote. Jesús llevó su propia sangre al propiciatorio - a la presencia de Dios, al Lugar Santísimo - y la presentó para la remisión de todos los pecados, de todos los creyentes, por la eternidad.

Las Escrituras dicen: “y no por sangre de machos cabríos ni de becerros, sino por su propia sangre, entró una vez para siempre en el Lugar santísimo, habiendo obtenido eterna redención.” (Hebreos 9:12).

Jesús llevó su propia sangre al cielo por nosotros y ésta no es guardada como monumento conmemorativo. Su sangre es para ser rociada sobre todo aquél que viene a Él en fe.