CRISTO, NUESTRO SACRIFICIO

En obediencia a Dios, Abraham llevó a su hijo Isaac a un monte para ofrecer un sacrificio. En el camino, Isaac le preguntó a su padre: “¿Dónde está el cordero para el sacrificio?” Abraham respondió con fe: “Dios se proveerá de cordero para el holocausto, hijo mío” (Génesis 22:8). Y Dios lo hizo, llevando a Abraham a encontrar un carnero trabado en un zarzal.
La fe de Abraham nos habla claramente hoy, así como habló a Isaac: “Si tan sólo hubieras estado mirando, habrías visto a Dios proveer para el sacrificio”.
¡Si sólo el pueblo de Dios hubiera creído las palabras de Juan el Bautista! Este era uno de sus profetas, a quien la gente reverenciaba y en quien confiaba, que dijo de Jesús: “He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Juan 1:29). Más tarde, Juan identificó de nuevo a Jesús de esta manera: “Y mirando a Jesús que andaba por allí, dijo: He aquí el Cordero de Dios” (Juan 1:36).
Dios proveyó su propio cordero para un sacrificio: Jesús, su único Hijo. Y cuando Cristo fue crucificado, sepultado y resucitado de los muertos, se convirtió en nuestra expiación, nuestra paz. Jesús voluntariamente tomó sobre sí nuestro pecado, culpa y vergüenza. Él murió y resucitó para liberar a todos los hombres.
“Sabiendo que fuisteis rescatados de vuestra vana manera de vivir, la cual recibisteis de vuestros padres, no con cosas corruptibles, como oro o plata, sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación, ya destinado desde antes de la fundación del mundo, pero manifestado en los postreros tiempos por amor de vosotros, y mediante el cual creéis en Dios, quien le resucitó de los muertos y le ha dado gloria, para que vuestra fe y esperanza sean en Dios” (1 Pedro 1:18-21).
Al igual que la iglesia hace dos mil años, se nos recuerda esta gloriosa verdad: “¡Cristo es nuestra esperanza!”