ESCONDIÉNDONOS DE DIOS
El pecado nos hace querer ocultarnos de la presencia de Dios. Aquí está la esencia de la incredulidad entre los cristianos: Cuando nosotros pecamos, fallándole a Dios, tendemos a huir de su presencia. Pensamos que Él está demasiado enojado para querer estar en contacto con nosotros. ¿Cómo podría querer relacionarse con nosotros, cuando hemos pecado tan gravemente?
Así que dejamos de orar. En nuestra vergüenza, pensamos: “No puedo ir a Dios en esta condición”. Y comenzamos a hacer obras para tratar de regresar a su buena voluntad. Nos convencemos de que necesitamos tiempo para purificarnos. Si podemos mantenernos puros por unas pocas semanas, evitando nuestro hábito pecaminoso, pensamos que probaremos ser dignos de acercarnos a su trono otra vez.
Esto es una incredulidad maligna, y es un crimen a los ojos de Dios. Cuando confesamos nuestros pecados, incluyendo los hábitos que nos asedian, Dios no nos interroga. El no demanda una prueba de nuestro arrepentimiento, preguntando: “¿Estas verdaderamente arrepentido? No veo ninguna lágrima. ¿Prometes nunca más volver cometer este pecado? Ve ahora y ayuna dos días a la semana, y ora una hora cada día. Si logras mantenerte sin fallar, tendremos comunión otra vez”.
Cuando Jesús nos reconcilió con el Padre en la Cruz, fue por siempre. Eso significa que si peco, ya no tengo que reconciliarme con Dios una y otra vez; no soy cortado de la presencia del Señor, repentinamente no reconciliado con Él. No, el velo de separación fue rasgado permanentemente en la Cruz, y yo por siempre tengo acceso al trono de Dios, a través de la sangre de Cristo. La puerta nunca está cerrada para mí: “En quien tenemos seguridad y acceso con confianza por medio de la fe en él” (Efesios 3:12).
La Biblia expresa claramente que si alguno de nosotros peca, tenemos un abogado para con el Padre en Cristo Jesús. Podemos pararnos fuera de la puerta del trono, sintiéndonos corrompidos e inmundos; pero si permanecemos ahí, rehusando entrar, no estamos siendo humildes; estamos actuando en incredulidad. “Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro” (Hebreos 4:16).
Así que dejamos de orar. En nuestra vergüenza, pensamos: “No puedo ir a Dios en esta condición”. Y comenzamos a hacer obras para tratar de regresar a su buena voluntad. Nos convencemos de que necesitamos tiempo para purificarnos. Si podemos mantenernos puros por unas pocas semanas, evitando nuestro hábito pecaminoso, pensamos que probaremos ser dignos de acercarnos a su trono otra vez.
Esto es una incredulidad maligna, y es un crimen a los ojos de Dios. Cuando confesamos nuestros pecados, incluyendo los hábitos que nos asedian, Dios no nos interroga. El no demanda una prueba de nuestro arrepentimiento, preguntando: “¿Estas verdaderamente arrepentido? No veo ninguna lágrima. ¿Prometes nunca más volver cometer este pecado? Ve ahora y ayuna dos días a la semana, y ora una hora cada día. Si logras mantenerte sin fallar, tendremos comunión otra vez”.
Cuando Jesús nos reconcilió con el Padre en la Cruz, fue por siempre. Eso significa que si peco, ya no tengo que reconciliarme con Dios una y otra vez; no soy cortado de la presencia del Señor, repentinamente no reconciliado con Él. No, el velo de separación fue rasgado permanentemente en la Cruz, y yo por siempre tengo acceso al trono de Dios, a través de la sangre de Cristo. La puerta nunca está cerrada para mí: “En quien tenemos seguridad y acceso con confianza por medio de la fe en él” (Efesios 3:12).
La Biblia expresa claramente que si alguno de nosotros peca, tenemos un abogado para con el Padre en Cristo Jesús. Podemos pararnos fuera de la puerta del trono, sintiéndonos corrompidos e inmundos; pero si permanecemos ahí, rehusando entrar, no estamos siendo humildes; estamos actuando en incredulidad. “Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro” (Hebreos 4:16).