EL ESCRIBIÓ NUESTRO NOMBRE EN SU MANO

¡Qué increíble autoridad se nos ha dado en la oración! Pero, ¿cómo exactamente, hacemos uso de dicha autoridad? A través del mismo nombre de Cristo. Vea usted, cuando pusimos nuestra fe en Jesús, Él nos dio Su nombre. Su sacrificio nos hace aptos para decir: “Yo soy de Cristo, Yo estoy en Él, Yo soy uno con Él”. Luego, sorprendentemente, Jesús tomó nuestro nombre. Como sumo sacerdote nuestro, Él lo escribió en la palma de Su mano. Y de esta manera, nuestro nombre es registrado en el cielo, bajo Su glorioso nombre.

Usted puede ver por qué la frase “en el nombre de Cristo” no es una simple fórmula impersonal. Por el contrario, es una posición literal que tenemos con Jesús. Y esa posición es reconocida por el Padre. Jesús nos dice: “En aquel día pediréis en mi nombre; y no os digo que yo rogaré al Padre por vosotros, pues el Padre mismo os ama, porque vosotros me habéis amado, y habéis creído que yo salí de Dios” (Juan 16:26–27).

Acá vemos por qué Jesús nos ordena orar en su nombre. Está diciendo: “Cada vez que piden en mi nombre, su petición tiene el mismo poder y efecto con el Padre que mi petición; como si estuviera Yo mismo pidiéndoselo”. En otras palabras, es como si nuestra oración fuera hecha por el mismo Jesús delante del trono del Padre. Así también, cuando imponemos manos sobre los enfermos y oramos, Dios lo ve como si Jesús estuviera imponiendo manos sobre los enfermos para sanarlos.

Esta es la razón por la que debemos venir confiadamente al trono de gracia. Debemos orar con confianza: “Padre, estoy delante de ti, como escogido en Cristo para ir y dar fruto. Ahora extiendo mi petición, para que mi gozo sea cumplido”.

Oigo a muchos cristianos decir: “Pedí en el nombre de Jesús, pero mis oraciones no fueron respondidas”. Estos creyentes declaran: “Intenté reclamar el poder en el nombre de Jesús. Pero simplemente no funcionó conmigo”. Hay muchas razones por las que no recibimos respuestas a nuestras oraciones. Quizás hemos permitido algún pecado en nuestras vidas, algo que contamina nuestra unión con Cristo. Esto se convierte en barricadas que detienen el fluir de Su bendición. Y Él no responderá nuestras oraciones hasta que hayamos abandonado nuestro pecado.

O, quizás el bloqueo se debe a tibieza, o desánimo hacia las cosas de Dios. Puede ser que estemos siendo vencidos por la duda, lo cual nos descalifica del poder en Cristo. Santiago nos advierte: “Pero pida con fe, no dudando nada; porque el que duda es semejante a la onda del mar, que es arrastrada por el viento y echada de una parte a otra. No piense, pues, quien tal haga, que recibirá cosa alguna del Señor” (Santiago 1:6-7).

Santiago dice claramente: “El que duda, no recibirá nada de Dios”. La palabra que Santiago usa para dudar significa “estar indeciso”. La verdad es que cuando estas personas hacen sus peticiones, coaccionan a Dios, dicen en sus corazones: “Señor, si me respondes, te serviré. Te daré todo, si tan sólo respondes esta oración. Pero si no, viviré mi vida a mi manera”.

Sin embargo, Dios no puede ser sobornado. El conoce nuestros corazones, y sabe cuándo estamos indecisos en nuestro compromiso con Su Hijo. Él reserva el poder que está en Cristo para aquéllos que se rinden enteramente a Él.