LA PROMESA DEL PADRE by Gary Wilkerson
Los capítulos 1 al 6 del libro de Hechos describen una de las más gloriosas obras de Dios en la historia. Es una secuencia increíble de eventos llenos de acción: poderosa predicación, conversiones masivas, sanidades milagrosas. Todo era el cumplimiento de una promesa divina anunciada por Jesús.
Antes de Su resurrección, Cristo instruyó a los discípulos a que esperaran en Jerusalén para recibir la “promesa del Padre”. “He aquí, yo enviaré la promesa de mi Padre sobre vosotros; pero quedaos vosotros en la ciudad de Jerusalén, hasta que seáis investidos de poder desde lo alto.” (Lucas 24:49)
Esa promesa comenzó su cumplimiento en el día de Pentecostés, la fiesta de las “primicias” de Israel. El mundo estaba a punto de ver los primeros frutos de la obra de Cristo en la cruz por nosotros.
Los discípulos no podían haber imaginado lo que Dios tenía en mente para ellos. Probablemente pensaron, “¡Excelente! Esta promesa significa que Dios está a punto de restaurar a Israel. Él nos liberará de los grilletes de la esclavitud romana por siempre y seremos su pueblo de nuevo.”
Hoy día creo que quizás la Iglesia tendría una reacción similar si escuchamos la misma promesa de Jesús. Podríamos pensar: “Cuando venga la promesa de Dios, nuestras iglesias se llenarán a reventar. El Espíritu Santo se moverá en otras ciudades y la gente viajará de todas partes sólo para experimentarlo. ¡Seremos bendecidos como nunca antes!”
Debemos desear que el Espíritu Santo llene nuestros santuarios, para llevar alegría y consuelo al pueblo de Dios. Pero cuando llegue la gloria de Dios, no será solamente para nuestro beneficio. Jesús no dijo: "Cuando recibáis poder de lo alto, me seréis feligreses, estudiantes de la Biblia, asistentes a las reuniones de oración.” Él dijo: “Me seréis testigos hasta lo último de la tierra.”
El poder de Dios está destinado a ir más allá de los muros de la iglesia hasta alcanzar los lugares más lejanos del mundo. Eso es lo que vemos desarrollarse en el libro de los Hechos. Cuando Pedro se levantó para predicar a la multitud que se había reunido, tres mil fueron salvos. Más tarde, cuando Pedro y Juan testificaban por todo Jerusalén, los seguían señales y prodigios en liberaciones y sanidades milagrosas.
¡Pero eso fue sólo el principio! Si la obra del Espíritu se hubiese detenido en Hechos 6, todo el poder de Dios habría permanecido en manos de los doce apóstoles. En vez de eso, un cambio tectónico tuvo lugar. Dios dijo: “Mi Espíritu ya no se moverá a través de sólo unos pocos escogidos. Voy a darle poder a cada hombre, mujer y niño que lo pida en Mi nombre”.
Antes de Su resurrección, Cristo instruyó a los discípulos a que esperaran en Jerusalén para recibir la “promesa del Padre”. “He aquí, yo enviaré la promesa de mi Padre sobre vosotros; pero quedaos vosotros en la ciudad de Jerusalén, hasta que seáis investidos de poder desde lo alto.” (Lucas 24:49)
Esa promesa comenzó su cumplimiento en el día de Pentecostés, la fiesta de las “primicias” de Israel. El mundo estaba a punto de ver los primeros frutos de la obra de Cristo en la cruz por nosotros.
Los discípulos no podían haber imaginado lo que Dios tenía en mente para ellos. Probablemente pensaron, “¡Excelente! Esta promesa significa que Dios está a punto de restaurar a Israel. Él nos liberará de los grilletes de la esclavitud romana por siempre y seremos su pueblo de nuevo.”
Hoy día creo que quizás la Iglesia tendría una reacción similar si escuchamos la misma promesa de Jesús. Podríamos pensar: “Cuando venga la promesa de Dios, nuestras iglesias se llenarán a reventar. El Espíritu Santo se moverá en otras ciudades y la gente viajará de todas partes sólo para experimentarlo. ¡Seremos bendecidos como nunca antes!”
Debemos desear que el Espíritu Santo llene nuestros santuarios, para llevar alegría y consuelo al pueblo de Dios. Pero cuando llegue la gloria de Dios, no será solamente para nuestro beneficio. Jesús no dijo: "Cuando recibáis poder de lo alto, me seréis feligreses, estudiantes de la Biblia, asistentes a las reuniones de oración.” Él dijo: “Me seréis testigos hasta lo último de la tierra.”
El poder de Dios está destinado a ir más allá de los muros de la iglesia hasta alcanzar los lugares más lejanos del mundo. Eso es lo que vemos desarrollarse en el libro de los Hechos. Cuando Pedro se levantó para predicar a la multitud que se había reunido, tres mil fueron salvos. Más tarde, cuando Pedro y Juan testificaban por todo Jerusalén, los seguían señales y prodigios en liberaciones y sanidades milagrosas.
¡Pero eso fue sólo el principio! Si la obra del Espíritu se hubiese detenido en Hechos 6, todo el poder de Dios habría permanecido en manos de los doce apóstoles. En vez de eso, un cambio tectónico tuvo lugar. Dios dijo: “Mi Espíritu ya no se moverá a través de sólo unos pocos escogidos. Voy a darle poder a cada hombre, mujer y niño que lo pida en Mi nombre”.