UNA MIRADA FUGAZ AL CORAZÓN DE JESÚS
“¿Quién de vosotros, teniendo un siervo que ara o apacienta ganado, al volver él del campo, luego le dice: ‘Pasa, siéntate a la mesa’? ¿No le dice más bien: ‘Prepárame la cena, cíñete y sírveme hasta que haya comido y bebido. Después de esto, come y bebe tú’?” (Lucas 17:7-8).
No tenemos ningún problema en identificarnos con el sirviente en su deber hacia su amo. Ningún problema en ponernos nuestro delantal y servir al Señor una mesa llena de alabanzas – un buen banquete de adoración. ¡Amamos alimentar a nuestro Señor! Es nuestro mayor gozo, nuestra realización suprema – ministrar al Señor.
Pero tenemos dificultad con la última parte – la parte del Señor. “Después de esto, come y bebe tú”. Eso es demasiado para nuestro entendimiento. No sabemos cómo sentarnos después de haberlo servido – ¡para permitirle el mismo gozo a él que nosotros experimentamos al servirle! Le robamos a nuestro Señor el gozo de ministrarnos.
Creemos que nuestro Señor recibe suficiente placer de lo que hacemos por él, pero hay mucho más. Él responde a nuestra fe y se regocija cuando nos arrepentimos. Él le habla al Padre de nosotros y se deleita en nuestra confianza como de niños. Pero yo estoy convencido de que su necesidad más grande es tener una comunicación uno-a-uno con aquellos que dejó aquí en la tierra. Ningún ángel en el cielo puede suplir esa necesidad. Jesús quiere hablar con aquellos que se encuentran en el campo de batalla.
¿De dónde tengo yo la noción de que Cristo se siente solo y tiene una necesidad desesperante de hablar? Está todo allí en el pasaje donde Cristo se les aparece a los dos discípulos en el camino a Emaús. Jesús recién había resucitado y ese mismo día dos de sus discípulos estaban caminando de Jerusalén a Emaús. Ellos estaban tristes porque su Señor se había ido, pero cuando él se les acercó, no lo reconocieron. Él quería hablarles; tenía mucho que decirles.
“Y sucedió que, mientras hablaban y discutían entre sí, Jesús mismo se acercó y caminaba con ellos…Y comenzando desde Moisés y siguiendo por todos los profetas, les declaraba en todas las Escrituras lo que de él decían” (Lucas 24:15, 27).
No podía haber ninguna experiencia mejor para esos discípulos y se decían el uno al otro, “¿No ardía nuestro corazón en nosotros mientras nos hablaba?” Pensamos en el gozo de los discípulos, pero ¿qué hay del gozo de Jesús? Yo puedo ver a un Señor resucitado, con lágrimas cayendo sobre sus mejillas glorificadas, y con el corazón lleno de gozo. Él estaba satisfecho, su necesidad había sido suplida, y lo veo gozoso en sobremanera. Él había ministrado, y en su forma glorificada él había podido experimentar por primera vez una comunión mutua. Él había derramado su corazón, pero su corazón ya no se sentía solo y su necesidad había sido suplida.
No tenemos ningún problema en identificarnos con el sirviente en su deber hacia su amo. Ningún problema en ponernos nuestro delantal y servir al Señor una mesa llena de alabanzas – un buen banquete de adoración. ¡Amamos alimentar a nuestro Señor! Es nuestro mayor gozo, nuestra realización suprema – ministrar al Señor.
Pero tenemos dificultad con la última parte – la parte del Señor. “Después de esto, come y bebe tú”. Eso es demasiado para nuestro entendimiento. No sabemos cómo sentarnos después de haberlo servido – ¡para permitirle el mismo gozo a él que nosotros experimentamos al servirle! Le robamos a nuestro Señor el gozo de ministrarnos.
Creemos que nuestro Señor recibe suficiente placer de lo que hacemos por él, pero hay mucho más. Él responde a nuestra fe y se regocija cuando nos arrepentimos. Él le habla al Padre de nosotros y se deleita en nuestra confianza como de niños. Pero yo estoy convencido de que su necesidad más grande es tener una comunicación uno-a-uno con aquellos que dejó aquí en la tierra. Ningún ángel en el cielo puede suplir esa necesidad. Jesús quiere hablar con aquellos que se encuentran en el campo de batalla.
¿De dónde tengo yo la noción de que Cristo se siente solo y tiene una necesidad desesperante de hablar? Está todo allí en el pasaje donde Cristo se les aparece a los dos discípulos en el camino a Emaús. Jesús recién había resucitado y ese mismo día dos de sus discípulos estaban caminando de Jerusalén a Emaús. Ellos estaban tristes porque su Señor se había ido, pero cuando él se les acercó, no lo reconocieron. Él quería hablarles; tenía mucho que decirles.
“Y sucedió que, mientras hablaban y discutían entre sí, Jesús mismo se acercó y caminaba con ellos…Y comenzando desde Moisés y siguiendo por todos los profetas, les declaraba en todas las Escrituras lo que de él decían” (Lucas 24:15, 27).
No podía haber ninguna experiencia mejor para esos discípulos y se decían el uno al otro, “¿No ardía nuestro corazón en nosotros mientras nos hablaba?” Pensamos en el gozo de los discípulos, pero ¿qué hay del gozo de Jesús? Yo puedo ver a un Señor resucitado, con lágrimas cayendo sobre sus mejillas glorificadas, y con el corazón lleno de gozo. Él estaba satisfecho, su necesidad había sido suplida, y lo veo gozoso en sobremanera. Él había ministrado, y en su forma glorificada él había podido experimentar por primera vez una comunión mutua. Él había derramado su corazón, pero su corazón ya no se sentía solo y su necesidad había sido suplida.