LA MISERICORDIA DEL SEÑOR
“Cada uno es tentado, cuando de su propia concupiscencia es atraído y seducido”. (Santiago 1:14). Todos somos tentados por nuestros deseos, cada uno de nosotros. ¡Sin excepción!
Santiago luego agrega: "Entonces la concupiscencia, después que ha concebido, da a luz el pecado" (Santiago 1:15). Él está hablando aquí del proceso del nacimiento. En cada uno de nuestros corazones hay una matriz de concupiscencia y cada pecado que cometemos nace de esa matriz. Así como no hay dos bebés iguales, no hay dos pecados iguales. Cada persona produce su propio tipo de pecado. A través de los años, muchos cristianos se acostumbran a su pecado secreto y, como Lot, se ciegan al pecado y lo comienzan a tomar con liviandad.
Pienso en muchos ejemplos de ese tipo dentro del cuerpo de Cristo. Le guiñamos el ojo al pecado de buscar la alabanza de los demás o a la codicia por una posición. Le guiñamos el ojo al pecado de enorgullecernos de nuestras raíces espirituales, nuestro conocimiento bíblico, o nuestra vida de oración consistente. Puede que nos veamos a nosotros mismos como humildes, amables y dispuestos a ser enseñados, pero no lo somos.
Dios no toma ninguno de nuestros pecados a la ligera y esto lo aprendí de la manera difícil. Hoy en día, cuando miro hacia atrás los casi cincuenta años de ministerio, me avergüenzo por esas veces en que fui engañado por el pecado de orgullo.
Recuerdo haber sido el predicador destacado en una conferencia de ministros en particular. Yo pensaba: “El Señor me ha bendecido con una revelación tan grande que no estoy impresionado con ninguna de las personas de renombre aquí. Dios me apartó desde el nacimiento como un predicador ungido”.
No mucho tiempo después, terminé bajo la luz examinadora del Espíritu Santo que alumbró directamente sobre mi orgullo. Si yo no me hubiera aferrado a la exhortación de Pablo de dejar las cosas pasadas atrás, habría caído en la desesperación. Pero Dios me mostró misericordia y estoy agradecido por su gracia y paciencia hacia mí, entonces y ahora.
Hoy en día, el clamor de mi corazón es: “Señor, yo sé que no soy el ministro humilde y modesto que siempre he pensado que soy. He sido arrogante, seguro de sí mismo, determinado. ¡Ahora me doy cuenta de que toda unción que tenga es a causa de tu misericordia!”
Santiago luego agrega: "Entonces la concupiscencia, después que ha concebido, da a luz el pecado" (Santiago 1:15). Él está hablando aquí del proceso del nacimiento. En cada uno de nuestros corazones hay una matriz de concupiscencia y cada pecado que cometemos nace de esa matriz. Así como no hay dos bebés iguales, no hay dos pecados iguales. Cada persona produce su propio tipo de pecado. A través de los años, muchos cristianos se acostumbran a su pecado secreto y, como Lot, se ciegan al pecado y lo comienzan a tomar con liviandad.
Pienso en muchos ejemplos de ese tipo dentro del cuerpo de Cristo. Le guiñamos el ojo al pecado de buscar la alabanza de los demás o a la codicia por una posición. Le guiñamos el ojo al pecado de enorgullecernos de nuestras raíces espirituales, nuestro conocimiento bíblico, o nuestra vida de oración consistente. Puede que nos veamos a nosotros mismos como humildes, amables y dispuestos a ser enseñados, pero no lo somos.
Dios no toma ninguno de nuestros pecados a la ligera y esto lo aprendí de la manera difícil. Hoy en día, cuando miro hacia atrás los casi cincuenta años de ministerio, me avergüenzo por esas veces en que fui engañado por el pecado de orgullo.
Recuerdo haber sido el predicador destacado en una conferencia de ministros en particular. Yo pensaba: “El Señor me ha bendecido con una revelación tan grande que no estoy impresionado con ninguna de las personas de renombre aquí. Dios me apartó desde el nacimiento como un predicador ungido”.
No mucho tiempo después, terminé bajo la luz examinadora del Espíritu Santo que alumbró directamente sobre mi orgullo. Si yo no me hubiera aferrado a la exhortación de Pablo de dejar las cosas pasadas atrás, habría caído en la desesperación. Pero Dios me mostró misericordia y estoy agradecido por su gracia y paciencia hacia mí, entonces y ahora.
Hoy en día, el clamor de mi corazón es: “Señor, yo sé que no soy el ministro humilde y modesto que siempre he pensado que soy. He sido arrogante, seguro de sí mismo, determinado. ¡Ahora me doy cuenta de que toda unción que tenga es a causa de tu misericordia!”