EL PODER DEL ESPÍRITU SANTO
Aquellos que subieron al Aposento Alto amaban a Jesús de verdad. Eran compasivos, abnegados y amaban a las almas. Pero todavía no estaban capacitados para ser Sus testigos. Se necesita más que sólo amor por Jesús y compasión por las almas para ser calificado como Su testigo.
Ellos habían aprendido en la escuela de Cristo. Habían sanado a los enfermos, habían echado fuera demonios y habían realizado milagros. Habían visto a Jesús en el monte transfigurado en su eterna gloria.
Habían estado cerca cuando Él sudó gotas de sangre mientras oraba y luego le habían visto colgado en la cruz. Le habían visto resucitado, vieron el sepulcro vacío, comieron con Él y hablaron con Él en Su cuerpo glorificado. ¡Lo habían visto ascender al cielo! Sin embargo, todavía no estaban listos para testificar de Él.
¿Por qué Pedro no podía ir a esas multitudes que deambulaban en Jerusalén e inmediatamente testificarles de Su resurrección? ¿Acaso no había sido él personalmente un testigo de ese evento? A lo mejor podría haber predicado: “¡Jesús está vivo! ¡Subió a los cielos! ¡Arrepiéntete!”
Pedro hace una poderosa declaración a los sumos sacerdotes: “Y nosotros somos testigos suyos de estas cosas, y también el Espíritu Santo, el cual ha dado Dios a los que le obedecen.” (Hechos 5:32).
Por medio de las palabras del Espíritu Santo habladas a través de Pedro, los sacerdotes “oyendo esto, se enfurecían y querían matarlos” (Hechos 5:33). El Espíritu Santo también había hablado por medio de Pedro en el día de Pentecostés, y todos los que lo oyeron “se compungieron de corazón” (Hechos 2:37).
Esteban, lleno del Espíritu Santo, predicó a los líderes religiosos: “¡Duros de cerviz, e incircuncisos de corazón y de oídos! Vosotros resistís siempre al Espíritu Santo; como vuestros padres, así también vosotros. Oyendo estas cosas, se enfurecían en sus corazones, y crujían los dientes contra él” (Hechos 7:51, 54).
Cuando tú emerjas después de haber buscado a Dios, lleno del Espíritu Santo, serás capaz de pararte con valentía ante tus compañeros de trabajo, tu familia o cualquier persona, y tu testimonio provocará una de dos reacciones. O bien ellos clamarán: ¿Qué debo hacer para ser salvo?, ¡O ellos querrán matarte! Hablarás palabras que corten el corazón. La diferencia se encuentra en el poder del Espíritu Santo.
Ellos habían aprendido en la escuela de Cristo. Habían sanado a los enfermos, habían echado fuera demonios y habían realizado milagros. Habían visto a Jesús en el monte transfigurado en su eterna gloria.
Habían estado cerca cuando Él sudó gotas de sangre mientras oraba y luego le habían visto colgado en la cruz. Le habían visto resucitado, vieron el sepulcro vacío, comieron con Él y hablaron con Él en Su cuerpo glorificado. ¡Lo habían visto ascender al cielo! Sin embargo, todavía no estaban listos para testificar de Él.
¿Por qué Pedro no podía ir a esas multitudes que deambulaban en Jerusalén e inmediatamente testificarles de Su resurrección? ¿Acaso no había sido él personalmente un testigo de ese evento? A lo mejor podría haber predicado: “¡Jesús está vivo! ¡Subió a los cielos! ¡Arrepiéntete!”
Pedro hace una poderosa declaración a los sumos sacerdotes: “Y nosotros somos testigos suyos de estas cosas, y también el Espíritu Santo, el cual ha dado Dios a los que le obedecen.” (Hechos 5:32).
Por medio de las palabras del Espíritu Santo habladas a través de Pedro, los sacerdotes “oyendo esto, se enfurecían y querían matarlos” (Hechos 5:33). El Espíritu Santo también había hablado por medio de Pedro en el día de Pentecostés, y todos los que lo oyeron “se compungieron de corazón” (Hechos 2:37).
Esteban, lleno del Espíritu Santo, predicó a los líderes religiosos: “¡Duros de cerviz, e incircuncisos de corazón y de oídos! Vosotros resistís siempre al Espíritu Santo; como vuestros padres, así también vosotros. Oyendo estas cosas, se enfurecían en sus corazones, y crujían los dientes contra él” (Hechos 7:51, 54).
Cuando tú emerjas después de haber buscado a Dios, lleno del Espíritu Santo, serás capaz de pararte con valentía ante tus compañeros de trabajo, tu familia o cualquier persona, y tu testimonio provocará una de dos reacciones. O bien ellos clamarán: ¿Qué debo hacer para ser salvo?, ¡O ellos querrán matarte! Hablarás palabras que corten el corazón. La diferencia se encuentra en el poder del Espíritu Santo.