¡PIES SUCIOS!

“Pues si yo, el Señor y el Maestro, he lavado vuestros pies, vosotros también debéis lavaros los pies los unos a los otros,” (Juan 13:14).

Los discípulos fueron doce hombres amados por Dios -preciados ante Sus ojos, llenos de amor por Su hijo, puros de corazón, en completa comunión con Jesús. Y aún así, ¡ellos tenían pies sucios!

En esencia, Jesús, les estaba diciendo a estos hombres, “Sus corazones y manos están limpias pero sus pies no. Estos se han ensuciado durante su camino diario conmigo. Ustedes no necesitan lavar todo su cuerpo, solamente sus pies.” La suciedad que Jesús menciona nada tiene que ver con la suciedad natural. Se trata del pecado- de nuestras faltas, fallas, de nuestra caída en tentaciones.

No importa cuán sucias y empolvadas hayan estado las veredas de Jerusalén, ninguna época ha estado tan sucia como la nuestra. Me pregunto, cuántos de ustedes que se encuentran leyendo ahora mismo este mensaje tienen alguna suciedad colgando. Tal vez esta semana pasada usted cayó en tentación o le falló a Dios de cierta forma. No se trata de que usted le haya dado la espalda a Dios. Por el contrario, usted ama al Salvador más apasionadamente que nunca, pero usted falló y ahora está lamentándose porque sus pies están sucios.

Las Escrituras nos dicen: “Hermanos, si alguno es sorprendido en alguna falta, vosotros que sois espirituales, restauradlo con espíritu de mansedumbre, considerándote a ti mismo, no sea que tú también seas tentado.” (Gálatas 6:1). Aquí la palabra griega para falta significa “una caída, un pecado.” Nosotros debemos restaurar a todo cristiano que cae en pecado si éste cuenta con un corazón arrepentido.

El lavar los pies, en su significado más profundo, tiene que ver con nuestra actitud ante la suciedad que vemos en nuestro hermano o hermana. Entonces le pregunto: ¿qué hace usted cuando se encuentra cara a cara con alguien que ha caído en pecado o transgresión?

Debemos tomar el manto de la misericordia de Dios y dirigirnos hacia la persona herida. En el amor especial de Jesús no debemos juzgarle, ni exponerle, ni darle un sermón o tratar de encontrar su falta. En su lugar, nosotros debemos de comprometernos a ser su amigo. Nosotros debemos conducirle a la salvación al compartirle sobre la guianza, la sanidad, la limpieza y el consuelo que nos ofrece la Palabra de Dios.