GRITOS DE JÚBILO
Cuando Jesús pasaba entre Samaria y Galilea, camino a Jerusalén, pasó por un pueblo. Fuera de ese pueblo se hallaban diez leprosos sumidos en un terrible dolor y vergüenza.
Evidentemente, nueve de éstos eran judíos y uno era samaritano. Lo judíos de aquellos días, ni siquiera tocaban a los samaritanos, mucho menos vivirían con ellos, pero la terrible angustia de los diez, los había unido en una misma miseria. Parias, sin hogar, fueron forzados a vivir en un campamento aislado en las afueras del pueblo.
La ley requería que los leprosos estén a una distancia mínima de 200 a 300 pies (60 a 100 mts. aprox.) de las otras personas. Cuando alguien pasaba cerca de ellos, éstos debían gritar: “¡Inmundo, inmundo!”. Estos hombres rogaban, mendigaban y comían lo que otros ni siquiera mirarían. Probablemente vivían en vertederos de basura.
Las Escrituras presentan al leproso como un tipo de pecador que vive en la vergüenza. Debilitado y destrozado por los terribles efectos del pecado.
No sé cómo es que estos diez leprosos pudieron oír acerca de Jesús. Quizás un leproso vagabundo había pasado por ahí y les había contado sobre las sanidades milagrosas que Jesús había hecho en los leprosos de otras ciudades o pueblos. En todo caso y de alguna forma, ¡ellos sabían que Jesús iba a pasar y esperaban ansiosamente poder verlo!
A menudo me he preguntado si, cuando ellos vieron a Jesús y a los apóstoles viniendo por el camino, comenzaron a agitar sus consumidos brazos. ¿Señalaban sus miembros faltantes? ¿Agitaban sus vestimentas de trapos sucios? No sé cómo obtuvieron Su atención, pero cuando Jesús estuvo más cerca, ellos gritaron con fuerza: “¡Jesús, Maestro, ten piedad de nosotros!”.
Ellos no pedían dinero, ni pedían ir al cielo cuando murieran. ¡Ellos clamaban por misericordia! Era como si estuvieran rogando: “Jesús, ¿puedes acaso mirar este cuadro tan decadente y no tener misericordia?”. Estoy seguro de que Jesús, ni por un segundo, dudó o se alejó. Él los miró directo al rostro y con gran compasión dijo: “Id, mostraos a los sacerdotes” (Lucas 17:14).
Yo creo que la vida, la salud y la fuerza fluyeron inmediatamente en los diez hombres. Uno tras otro veían sus manos, los rostros de los otros y veían cómo su escamosa y ceniza piel comenzaba a cambiar. Una carne sana estaba siendo restaurada en sus miembros, en sus rostros. ¡Ellos estaban siendo sanados!
¿Recuerdas cuando Jesús tuvo misericordia de ti, cuán limpio y vivo te sentiste? ¿Gritaste porque sentiste su poder al limpiarte? ¿Sentiste nueva vida en ti? ¡Estos hombres debieron haber sentido dicha vida! Podemos estar seguros de que algún tipo de conmoción impactó a todo ese grupo ¡y ellos dieron gritos de júbilo!
Evidentemente, nueve de éstos eran judíos y uno era samaritano. Lo judíos de aquellos días, ni siquiera tocaban a los samaritanos, mucho menos vivirían con ellos, pero la terrible angustia de los diez, los había unido en una misma miseria. Parias, sin hogar, fueron forzados a vivir en un campamento aislado en las afueras del pueblo.
La ley requería que los leprosos estén a una distancia mínima de 200 a 300 pies (60 a 100 mts. aprox.) de las otras personas. Cuando alguien pasaba cerca de ellos, éstos debían gritar: “¡Inmundo, inmundo!”. Estos hombres rogaban, mendigaban y comían lo que otros ni siquiera mirarían. Probablemente vivían en vertederos de basura.
Las Escrituras presentan al leproso como un tipo de pecador que vive en la vergüenza. Debilitado y destrozado por los terribles efectos del pecado.
No sé cómo es que estos diez leprosos pudieron oír acerca de Jesús. Quizás un leproso vagabundo había pasado por ahí y les había contado sobre las sanidades milagrosas que Jesús había hecho en los leprosos de otras ciudades o pueblos. En todo caso y de alguna forma, ¡ellos sabían que Jesús iba a pasar y esperaban ansiosamente poder verlo!
A menudo me he preguntado si, cuando ellos vieron a Jesús y a los apóstoles viniendo por el camino, comenzaron a agitar sus consumidos brazos. ¿Señalaban sus miembros faltantes? ¿Agitaban sus vestimentas de trapos sucios? No sé cómo obtuvieron Su atención, pero cuando Jesús estuvo más cerca, ellos gritaron con fuerza: “¡Jesús, Maestro, ten piedad de nosotros!”.
Ellos no pedían dinero, ni pedían ir al cielo cuando murieran. ¡Ellos clamaban por misericordia! Era como si estuvieran rogando: “Jesús, ¿puedes acaso mirar este cuadro tan decadente y no tener misericordia?”. Estoy seguro de que Jesús, ni por un segundo, dudó o se alejó. Él los miró directo al rostro y con gran compasión dijo: “Id, mostraos a los sacerdotes” (Lucas 17:14).
Yo creo que la vida, la salud y la fuerza fluyeron inmediatamente en los diez hombres. Uno tras otro veían sus manos, los rostros de los otros y veían cómo su escamosa y ceniza piel comenzaba a cambiar. Una carne sana estaba siendo restaurada en sus miembros, en sus rostros. ¡Ellos estaban siendo sanados!
¿Recuerdas cuando Jesús tuvo misericordia de ti, cuán limpio y vivo te sentiste? ¿Gritaste porque sentiste su poder al limpiarte? ¿Sentiste nueva vida en ti? ¡Estos hombres debieron haber sentido dicha vida! Podemos estar seguros de que algún tipo de conmoción impactó a todo ese grupo ¡y ellos dieron gritos de júbilo!