EL OTRO LADO DE LA COMUNIÓN
Caminando en la gloria de Dios no sólo significa que recibimos el amor del Padre, sino también que lo amamos a él. Se trata de un afecto mutuo, dando y recibiendo amor. La Biblia nos dice, “Y amarás a Jehová tu Dios de todo tu corazón, y de toda tu alma, y con todas tus fuerzas” (Deuteronomio 6:5).
Dios nos dice a nosotros, “Hijo mío, dame tu corazón” (Proverbios 23:26). Su amor demanda que reciproquemos, que le demos de vuelta un amor que es total, íntegro, que requiera todo nuestro corazón, alma, mente y fuerzas.
Sin embargo, el Señor nos dice en términos muy claros, “¡Tú no puedes ganarte mi amor! ¡El amor que yo doy, no es por méritos!” Juan escribe, “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados” y “Nosotros le amamos a él, porque él nos amó primero” (1 de Juan 4:10, 19).
De igual manera que el amor de Dios es marcado por descanso y regocijo, nuestro amor por él debe de tener estos dos elementos mismos:
1. David expresa un descanso en su amor por Dios cuando él escribe, “¿A quién tengo yo en los cielos sino a ti? Y fuera de ti nada deseo en la tierra” (Salmo 73:25). El corazón que ama al Señor, cesa completamente de buscar alivio en otro lugar. En lugar de eso, encuentra completo contentamiento en él. ¡Para este amante, la amorosa bondad de Dios es mejor que la misma vida!
2. Tal corazón también se regocija en el amor que tiene por su Dios. Canta y baila en éxtasis de felicidad por el Señor. ¡Cuando un hijo de Dios sabe cuánto su Padre lo ama, tiene un deleite en su alma!
Deje que le dé uno de los versos más poderosos de toda la Escritura. Proverbios nos da esas palabras proféticas de Cristo: “Con él estaba yo ordenándolo todo. Yo era su delicia cada día y me recreaba delante de él en todo tiempo. Me regocijaba con la parte habitada de su tierra, pues mis delicias están con los hijos de los hombres” (Proverbios 8:30-31).
Amados, ¡nosotros somos los hijos mencionados aquí! Desde la fundación de la tierra, Dios vio un cuerpo de creyentes juntos con su Hijo. Y desde entonces el Padre se deleitó y regocijó de esos hijos. Jesús testifica, “Yo era el deleite de mi Padre, la felicidad de su ser. ¡Y ahora todos los que vienen a mí en fe, son también su deleite!”
Así que, ¿cómo amamos a Jesús recíprocamente? Juan responde, “Pues este es el amor a Dios, que guardemos sus mandamientos; y sus mandamientos no son gravosos” (1 Juan 5:3).
¿Cuáles son estos mandamientos? Jesús dice en esencia que hay dos, y que “de estos dos mandamientos depende toda la ley y los profetas” (Mateo 22:40). El primero y más importante es amar al Señor con todo nuestro corazón, alma y mente. Debemos dárselo todo a él sin retener nada. Y el segundo es que amemos a nuestro prójimo como nos amamos a nosotros mismos. Estos dos mandamientos simples y que no son gravosos, incluyen toda la ley de Dios.
Jesús está diciendo aquí, que no podemos estar en comunión con Dios ni caminar en su gloria si tenemos algo en contra de alguna persona. Así que, amar a Dios significa amar a cada hermano y hermana de la misma manera en que hemos sido amados por el Padre.